miércoles, 14 de mayo de 2008

Padre viudo

Cuando mi padre se quedó solo, solía ocurrirme, durante mis visitas, que al ir al cuarto de baño terminaba fregando el lavabo, limpiando la jabonera y enjuagando el vaso del cepillo de dientes, antes de volver a sentarme en el salón. Se empeñaba en lavarse la ropa interior y los calcetines en el cuarto de baño, por no tener que desprenderse de los cuatro cuartos que le habría costado utilizar la lavadora-secadora del servicio de lavandería del sótano; cada vez que iba a verlo me encontraba con esas prendas grisáceas, en perchas de alambres que colgaban de la barra de la ducha y de los toalleros. El presumía de ir siempre impecablemente vestido, y siempre le encantó llevar alguna nueva chaqueta deportiva de muy buen corte, o algún terno Hickey-Freeman (especialmente si lo había comprado en rebajas); pero le había dado por ahorrar en cualquier cosa que no estuviese a la vista de los demás. Daba la impresión de que sus pijamas y sus pañuelos, igual que su ropa interior y sus calcetines, llevaban sin renovar desde la muerte de mi madre.
Cuando llegué a su piso aquella mañana –tras la imprevista visita a la tumba de mi madre-, lo primero que hice fue pedir perdón por el retraso y encerrarme en el cuarto de baño. Antes me había equivocado de salida en la autopista, y ahora, en el cuarto de baño, me tomaba unos cuantos minutos más, para ensayar por última vez el mejor modo de abordar el tumor que aquejaba a mi padre. Allí, delante de la taza del inodoro, sus prendas interiores colgaban a mi alrededor, como estos trapos que ponen los agricultores para espantar los pájaros.

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