viernes, 18 de abril de 2008

Arroyos de truchas, nudo de víboras

Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarina allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiforme que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio.
En el lindero de un campo en invierno entre hombres rudos. La edad del chico ahora. O un poco mayor. Observando cómo abrían el rocoso suelo de la ladera con pico y azadón y exhumaban toda una papilla de serpientes, quizá un centenar. Reunidas allí para darse calor unas a otras. Aquellos tubos pálidos empezando a moverse perezosamente a la fría y dura luz. Como intestinos de alguna bestia enorme expuestos al día. Los hombres les echaron gasolina encima y las quemaron vivas, no teniendo ningún remedio para el mal sino sólo para la imagen del mismo tal como ellos lo concebían. Las serpientes inmoladas se retorcían horriblemente y algunas cruzaban el suelo de la gruta iluminando con sus cuerpos en llamas los lugares más recónditos. Dado que eran mudas no hubo gritos de dolor y los hombres en un silencio similar las vieron arder y contorsionarse y volverse negras y en silencio se dispersaron en el crepúsculo invernal cada cual con sus pensamientos camino de la casa y la cena respectivas.

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