sábado, 30 de agosto de 2008

Uno deja tan poco rastro...

¿sabe usted? Uno nace, y ensaya un camino sin saber por qué, pero sigue esforzándose; lo que sucede es que nacemos junto con muchísimas gentes, al mismo tiempo, todos entremezclados; es como si uno quisiera mover los brazos y las piernas por medio de hilos, y esos hilos se enredasen con otros brazos y otras piernas y todos los demás tratasen igualmente de moverse, y no lo consiguiesen porque todos los hilos se traban, y es como si cuatro o cinco personas quisieran tejer una alfombra en el mismo bastidor: cada uno quiere bordar su propio dibujo. Claro está que todo ello carece de importancia, pues de otra manera quienes dispusieron el bastidor hubieran arreglado mejor las cosas, y a pesar de todo no deja de tener su trascendencia, puesto que uno se esfuerza, y continúa luchando; cuando de pronto todo ha concluido y sólo nos queda un bloque de piedra con unas inscripciones, siempre que alguien se haya acordado o haya tenido el tiempo necesario para hacer grabar esas letras en el mármol. Pasa el tiempo, llueve y brilla el sol y llega un día en que nadie recuerda el nombre y lo que dicen esas letras nada importa ya. Quizá por eso, si uno puede dirigirse a alguno, cuanto más extraño mejor, y darle algo, lo que sea: un pliego de papel o cualquier otra cosa que nada signifique por sí misma, aunque ellos no lo lean ni lo guarden, ni se preocupen siquiera por destruirlo o arrojarlo, ya es algo porque ha sucedido y puede ser recordado, pasando de una mano a otra, de una inteligencia a otra, al menos es como un grabado, algo que deja rastro, algo que existió un día, pues de otro modo no podría morir también; en tanto que el bloque de mármol jamás podría ser presente, puesto que tampoco llegará a ser pasado, es incapaz de morir o terminar…

jueves, 28 de agosto de 2008

El don de lenguas de Tomás Sutpen

Mi abuelo dice que la única referencia que hizo a los seis o siete años que pasaron, que debieron de transcurrir en alguna parte, fue la mención del patois que hubo de aprender para ejercer sus funciones de capataz en la plantación, y el francés que aprendió no para comprometerse en matrimonio quizá, pero sí para repudiar más tarde a la mujer que se casó con él.
Creyó (según dijo entonces) que bastaba con una buena dosis de valor y agudeza; pero a la larga descubrió que se había equivocado y lamentó no haber estudiado mejor cuando se sintió atraído por las Indias Occidentales, cuando descubrió que las gentes no hablaban todas el mismo idioma y que, si no quería que la ambición a la cual se había consagrado naciera muerta, además de valor e ingenio, necesitaría aprender otra lengua. Y la aprendió, supongo, como aprendió el oficio de marino; porque mi abuelo le preguntó por qué no se había buscado una muchacha con quien vivir y luego, a su lado, el aprendizaje hubiera sido placentero. Pero (contaba luego) sentado allí, mientras el resplandor de la hoguera danzaba sobre su rostro, ojos y barba, tranquila y brillante la mirada, Sutpen dijo: “Hasta aquella noche de la que hablo (y hasta mi primer matrimonio, me atrevería a añadir) yo era todavía virgen. Probablemente no me creerá usted; y si trato de explicarme no creerá, menos aún. Por ello sólo le diré que todo formaba parte del proyecto que acariciaba en mi mente”. Decía mi abuelo que fue la primera vez que le oyó decir algo con sencillez y serenidad. Le respondió: “¿Por qué no había de creerle?”, y él continuó mirándolo con la misma mirada límpida y tranquila, y dijo: “¿Me cree usted? Sin duda no tiene tan pobre opinión de mí como para pensar que a los veinte años nunca había sufrido ni ocasionado una tentación”. Y mi abuelo repuso: “Tiene razón. No debería creerlo, pero lo creo”. De manera que no se trataba de asuntos de faldas y menos de amoríos: la mujer, la jovencita, aquella sombra capaz de cargar un mosquete pero no de dispararlo por la ventana abierta, aquella noche (ni las otras siete u ocho noches que pasaron, acurrucados en las tinieblas, vigilando desde la ventana los cobertizos o graneros, o como se llamen los depósitos donde suele almacenarse la caña de azúcar, y los campos también, los campos incendiados y humeantes. Él contaba que ese olor lo inundaba todo, no se percibía otro aroma que ese tufo dulzón y penetrante, como si todo el odio inexorable, los mil años oscuros y secretos que engendraron ese odio, intensificaran el olor del azúcar; y mi abuelo contaba que Sutpen jamás tomaba azúcar en el café, cosa que él no se explicó hasta ese instante. Para cerciorarse, le preguntó y Sutpen le dijo que así era, en efecto; que nunca se atemorizó hasta que ardieron las plantaciones y los depósitos, y quedó olvidado el olor del azúcar quemado, pero que jamás toleró ese olor en todo el resto de su vida)… la niña asomó un segundo apenas en la narración, en una palabra casi, de modo que mi abuelo decía que era como si la hubiera visto un segundo al resplandor del fogonazo de un mosquete: un rostro inclinado, una mejilla, un mentón apenas dibujado tras la cortina de cabellos sueltos, un delgado brazo blanco que se levantaba, una mano delicada aferrando un bastón…, nada más.

domingo, 10 de agosto de 2008

Respuestas vitales







El País publica hoy la pregunta de verano que formuló a 100 escritores en español de modo estúpido: “¿Qué 10 libros cambiaron su vida?”

¿Qué dirá Philip Roth al leer que Horacio Vázquez-Rial, que cumple este año 61, cambió su vida a los 50 leyendo en inglés su Pastoral americana, o a los 52 si esperó a que la tradujeran al español; o que obró el milagro en Juan Gabriel Vásquez a los 24 ó 26; o que a Francisco Casavella le alcanzó la mutación con su Me casé con un comunista a los 46, y a Santiago Roncagliolo a los 25, leyendo en inglés su The Human Stain, o a los 27 su La mancha humana?

Diría, quizá:

“Mientras caminábamos, empezó con sus recuerdos, de un modo un tanto aleatorio.
-Ya no tengo memoria- nos explicó”.

Félix de Azúa, sin renunciar a la ironía, responde:

“1. La Biblia para los niños.
2. Almanaque Agroman 1956.
3. Guillermo el travieso, R. Crompton.
4. Los hijos del capitán Aterras, Julio Verne.
5. Diccionario manual e ilustrado de la lengua española. Espasa Calpe, 1927.
6. Guía de Teléfonos de Barcelona.
7. London A to Z.
8. Paris. Guide Bleu.
9. Los hermanos Karamazov, Fédor Dostoievski.
10. En busca del tiempo perdido, Marcel Proust”.

Se le olvidó citar “La vuelta al mundo de dos pilletes” (Le Tour du monde de deux gosses), de Henri de la Vaulx y Arnould Galopin.




martes, 5 de agosto de 2008

El autor al lector

Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con el no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando yo muera (lo que acontecerá pronto), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron. Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo, habría echado mano de adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto. Mis defectos se reflejarán a lo vivo: mis imperfecciones y mi manera de ser ingenua, en tanto que la reverencia pública lo consienta. Si hubiera yo pertenecido a esas naciones que se dice que viven todavía bajo la dulce libertad de las primitivas leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiese pintado bien de mi grado de cuerpo entero y completamente desnudo. Así, lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues.
De Montaigne, a 12 días del mes de junio de 1580 años.
(Traducción de Constantino Romás Salamero)

Escribir por no callar

Una comparación arbitraria, gratuita, estúpida:

“La fascinación del mal

La politóloga alemana Hannah Arendt advirtió que los sistemas totalitarios, como otras formas de Gobierno y organizaciones del Estado habidas en el pasado, se repetirían. También lo hacen sus protagonistas. Sadam Husein, Pol Pot, Radovan Karadzic, más negligentes en la aplicación del método para el asesinato de masas que sus inspiradores nazis y estalinistas, lo intentaron y desgraciadamente tuvieron un éxito considerable.

Karadzic, como los criminales nazis fugitivos tras la II Guerra Mundial, robó la identidad a un jubilado y la personalidad a un gurú naturista, y se reinventó a sí mismo como un sanador de ingenuos y un vecino ejemplar. El Goebbels de los Balcanes, renacido como Dragan Dabic, utilizó su genio como embaucador para curar las "energías negativas" de ignorantes y desesperados. La carne de cañón del fanatismo, que tan bien supo manipular.

Y, en el colmo de su megalomanía, acudía con regularidad a un bar de Belgrado llamado La Casa Loca, donde tocaba música medieval serbia frente a una fotografía de su verdadero rostro. Convertido en un personaje de ficción, casi en una leyenda, borrados los hechos, su música encandilaba al público con la fascinación del mal, esa radiación de fondo de la condición humana.

En agosto de 1922, T. E. Lawrence, uno de los héroes más complejos del siglo XX, se alistó en las fuerzas aéreas británicas como soldado raso y bajo un nombre falso. Aborrecía para entonces a su personaje, éste sí legendario, Lawrence de Arabia, y, torturado por la angustia que le producía lo que consideraba un fiasco político -las naciones árabes recién nacidas quedaban bajo control franco-británico-, buscaba ser sepultado en el más absoluto anonimato. En El troquel, como se llamó el libro que recoge su diario de cuartel, cuenta que un día, al entrar en el Cuarto de Banderas, vio colgado un retrato suyo y, rápida y distraídamente, lo hizo desaparecer.

Un abismo moral separa ambos gestos. El que va de un matón de los Balcanes a un caballero británico, de un criminal de guerra a un libertador de pueblos. Escritores como Robert Graves y los mejores historiadores militares contaron la aventura de Lawrence. La de Karadzic la redactará un tribunal penal”.

Luis Prados, El País, 01.08.08

http://www.elpais.com/articulo/internacional/fascinacion/mal/elpepuint/20080801elpepiint_2/Tes