jueves, 28 de agosto de 2008

El don de lenguas de Tomás Sutpen

Mi abuelo dice que la única referencia que hizo a los seis o siete años que pasaron, que debieron de transcurrir en alguna parte, fue la mención del patois que hubo de aprender para ejercer sus funciones de capataz en la plantación, y el francés que aprendió no para comprometerse en matrimonio quizá, pero sí para repudiar más tarde a la mujer que se casó con él.
Creyó (según dijo entonces) que bastaba con una buena dosis de valor y agudeza; pero a la larga descubrió que se había equivocado y lamentó no haber estudiado mejor cuando se sintió atraído por las Indias Occidentales, cuando descubrió que las gentes no hablaban todas el mismo idioma y que, si no quería que la ambición a la cual se había consagrado naciera muerta, además de valor e ingenio, necesitaría aprender otra lengua. Y la aprendió, supongo, como aprendió el oficio de marino; porque mi abuelo le preguntó por qué no se había buscado una muchacha con quien vivir y luego, a su lado, el aprendizaje hubiera sido placentero. Pero (contaba luego) sentado allí, mientras el resplandor de la hoguera danzaba sobre su rostro, ojos y barba, tranquila y brillante la mirada, Sutpen dijo: “Hasta aquella noche de la que hablo (y hasta mi primer matrimonio, me atrevería a añadir) yo era todavía virgen. Probablemente no me creerá usted; y si trato de explicarme no creerá, menos aún. Por ello sólo le diré que todo formaba parte del proyecto que acariciaba en mi mente”. Decía mi abuelo que fue la primera vez que le oyó decir algo con sencillez y serenidad. Le respondió: “¿Por qué no había de creerle?”, y él continuó mirándolo con la misma mirada límpida y tranquila, y dijo: “¿Me cree usted? Sin duda no tiene tan pobre opinión de mí como para pensar que a los veinte años nunca había sufrido ni ocasionado una tentación”. Y mi abuelo repuso: “Tiene razón. No debería creerlo, pero lo creo”. De manera que no se trataba de asuntos de faldas y menos de amoríos: la mujer, la jovencita, aquella sombra capaz de cargar un mosquete pero no de dispararlo por la ventana abierta, aquella noche (ni las otras siete u ocho noches que pasaron, acurrucados en las tinieblas, vigilando desde la ventana los cobertizos o graneros, o como se llamen los depósitos donde suele almacenarse la caña de azúcar, y los campos también, los campos incendiados y humeantes. Él contaba que ese olor lo inundaba todo, no se percibía otro aroma que ese tufo dulzón y penetrante, como si todo el odio inexorable, los mil años oscuros y secretos que engendraron ese odio, intensificaran el olor del azúcar; y mi abuelo contaba que Sutpen jamás tomaba azúcar en el café, cosa que él no se explicó hasta ese instante. Para cerciorarse, le preguntó y Sutpen le dijo que así era, en efecto; que nunca se atemorizó hasta que ardieron las plantaciones y los depósitos, y quedó olvidado el olor del azúcar quemado, pero que jamás toleró ese olor en todo el resto de su vida)… la niña asomó un segundo apenas en la narración, en una palabra casi, de modo que mi abuelo decía que era como si la hubiera visto un segundo al resplandor del fogonazo de un mosquete: un rostro inclinado, una mejilla, un mentón apenas dibujado tras la cortina de cabellos sueltos, un delgado brazo blanco que se levantaba, una mano delicada aferrando un bastón…, nada más.

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